Las oficinas de Kramer y Asociados, se encuentran en Puerto Madero. Mi oficina se encuentra orientada hacia el río: un río marrón y sucio que no me agrada. A poco más de doscientos metros está el edificio donde Faena montó ese espantoso restaurante: un lugar decorado en negro y rojo que parece haber escapado de la pesadilla de un trasnochado, borracho y pasado de merca; el supuesto estilo, tan cool, que arrastra tras de si, es el mal gusto llevado al extremo. Fui sólo dos veces: en la inauguración, porque Kramer y Asociados es quien administra su cuenta publicitaria. La segunda vez, prácticamente fui arrastrado hacia ahí, por la hija de uno de los directores.
Mirna tiene apenas diecisiete años, pero lleva tras de mí cerca de dos; unos días antes de fin de año, apareció en mi oficina con la excusa de estar buscando a su padre.
-¿No sabés donde está?
Roxana, desde su escritorio en la sala de espera, trataba de escuchar nuestra conversación y mirarnos a través de la hendija que dejaba la puerta entreabierta. Nunca se mostró tan abiertamente celosa como aquella mañana. Todos en Kramer sabíamos que el padre de Mirna se encontraba volando hacia Nueva York: ¿cómo no lo iba a saber su hija?
-En este momento se encuentra a unos doce mil metros de altura… probablemente sobre la selva amazónica –Y me quedé en silencio, sonriente, con mis ojos clavados en los suyos, esperando que desviara la mirada; pero no lo hizo. Caminó hasta el escritorio, lo rodeó arrastrando dos dedos de la mano izquierda por el borde de madera oscura, casi rojiza, como si lo estuviera acariciando, sin dejar de mirarme. Luego se sentó sobre él, a mi lado, cruzando las piernas y permitiendo que la falda tan corta subiera por sus piernas delgadas y firmes un par de centímetros.
-¿A dónde se fue? –Se echó hacia atrás, y la pollera volvió a subir un centímetro más.
– A Nueva York.
Se puso de pie y caminó hacia el ventanal que da al río. No podía verla, ya que me quedé de espaldas a ella; pero la supuse con un hombro contra el marco entrecruzando las piernas, apenas inclinada hacia delante, para que el escote de la remera cayera lo suficiente para dejarme entrever los pechos sostenidos por el push up para el que creamos una de las campañas más exitosas del estudio.
-¿Sabés una cosa?… –permanecí en silencio- …los viejos ya me tienen harta… -No la escuche llegar hasta mí, la moqueta gruesa había ahogado sus pasos; apoyó las manos sobre mis hombros. –Rodolfo vive encerrado acá adentro, o arriba de un avión… y Mirta se la pasa boludeando todo el día con esas viejas putas que tiene como amigas: lo mejor que puede hacer es buscarse un buen amante que la tenga contenta…
Creo que me sobresalté: Mirna levantó con brusquedad sus manos, y pensé que retrocedió uno o dos pasos. Giré el sillón hacia ella y permanecimos, quietos, mirándonos ansiosos. De pie, las manos entrelazadas, y mirándome con ojos asombrados y el rostro de nena apenas ladeado; la imaginé como un genio de las aguas, que ha escapado de un sueño agitado; una asombrada Ariel cara a cara con un Calibán desquiciado y borracho.
-Perdón, señor Vázquez… – Roxana se asomó el rostro adusto a través de la puerta- Le recuerdo que dentro de cinco minutos comienza la reunión…
Luego se perdió en sus propios pensamientos caminando hacia su escritorio, haciendo resonar con fuerza los tacos contra la madera del piso.
-Veo que tenés que trabajar… perdoname… mejor me voy, nos vemos después…
Salió de la oficina con su rostro de nena vestido de malhumor, dando pasos rápidos y largos; la seguí, pero no lo notó, ni siquiera me respondió a mis palabras saliendo atropelladas.
En la recepción, Roxana permanecía sentada con las manos semejantes a pájaros muertos sobre el escritorio.
-Le recuerdo señor Vázquez, que la última reunión del año está por comenzar; faltan tres minutos para las diez… seguramente usted es la única persona que falta llegar…
-No seas infantil… -No sabía que decir; pero al escucharme me daba cuenta del patético papel que estaba representando ante ella.
-¿No te das cuenta que la pendeja te está haciendo la cabeza? -Alcé las cejas y mostré mi mejor cara de “no entiendo que me estás queriendo decir” –Mirá Jaco, conmigo no te vengas a hacer el boludo que te conozco demasiado… La pendejita te anda buscando; tené cuidado de no mandarte ninguna cagada, porque el padre es el que te paga el sueldo; no sé si me entendés…
Entendía muy bien lo que quiso decirme. Quizás por eso no tuve intención de responderle a sus bravuconeadas: en cierta forma estaban justificadas, Roxana intentaba protegerme de cualquier cagada que pudiera mandarme: sé, con certeza que me quiere con sinceridad; pero por otro lado, sus actitud era parte de sus celos: ella nunca fue una persona demasiado segura de si misma, aunque sus actitudes para con los demás la mostrasen como una mujer de carácter, arrogante; cuando en realidad es (casi, casi) una heroína de cine de la década del 30.